jueves, 1 de enero de 2009

El camino perdido hacia el Parnaso


Ese día no pude dormir. Contrariamente a lo que ocurría y muchos pensaban, no caminaba rumbo a la cresta del éxito, triunfo y todo lo que se le pueda parecer o envidiar. La ciudad estaba un tanto muda, aún se dejaban sentir los gritos en algunas casas al son de la música del momento celebrando el primer día del año y algunos criters hiperactivos ya se habían levantado a joder reventando ratas blancas y cohetecillos en la vereda de sus casas. Todo ello contrastado con mis gritos interiores y mis disquisiciones solitarias era un pequeño atisbo sonoro. Había pasado tánto tiempo, tántas amanecidas como esa; sin embargo esta vez era diferente. Mi mente ensordecía a mis ser con gritos silenciosos. Mientras otros seguían delirando, juergueado, chupando y tirando en algún hotel urbano, yo me encontraba en el techo de la casa de mis padres observando el firmamento ya sin estrellas frente al sol chiclayano que insinuaba seductoramente seguir entregándose al jolgorio para disfrutar de inmediato de más chelas, luego pescados y mariscos frente al mar de Pimentel.
Me había cansado! De escribir poemas e historias melancólicas en las que era protagonista de mis ilusas abstracciones bajo el solapado nombre de Miguel, Alberto o un anodino indio peruano. Cansado de ser el sensible muchacho a quien la injusticia indignaba y por ello había que hacer pensar a la masa a través de manifiestos y así comprendieran que en este país las cosas estaban mal, seguían mal y quizá seguirían así toda la vida si no hacíamos algo por revertir o cambiar el estado de cosas; la evidencia consistía en ser el único huevón en toda la ciudad que estaba en aquella azotea presa de un enorme cojudeo existencial odiándome a mí mismo por ello, estando terriblemente cagado como inodoro de penal hacinado. Desde la adolescencia y de manera oculta, como si fuera gay, escribía reo de nocturnidad. Primero con excesivo lirismo de iniciado en el romanticismo, luego en la universidad bajo la égida del verso libre y del tinte rebelde de los poetas malditos como Charles Baudelaire, Verlaine o Rimbaud y sus discípulos suburbanos que pululaban por el Jirón Quilca en el centro de Lima o poetas provocadores, poseros y agresivos recurseándose en “La Noche” de Barranco. Sucumbí a la tentación de hacer narrativa gruesa, cruda, irónica influenciado por Bryce y los novelistas latinoamericanos, por ahí salieron algunas cosas...Pero los huracanes de los tiempos eran inclementes, la sensibilidad estaba cautiva y ninguna de las mujeres que conocía se asemejaba a las musas descritas en esa ruma de papelería, parecía que la raza de Eva se hallaba extinta, sólo el arribismo parecía tener lugar. Para muchos de mis congéneres el protagonismo se había reducido a ir a chupar con las amigas luego de salir de la Facultad, el sábado concurrir a la discoteca de moda para levantar a una borrachita y el domingo ver el partido de fútbol para terminar con el reportaje de los mediatizados magazines de “opinión” de los 90. Ahora toda esa parafernalia ha sido heredada y superada pues “se cuelgan” en redes sociales y nadie deja de ser protagonista de aquella sublime nube de eter.
El primer día de aquel año se acercaba a su centro, ya no eran las “00:00 hora sólo para locos” de Hermann Hesse sino las 12:00 pm , “hora sólo para resaqueados”. Pero mi resaca consistía en querer vomitar y expectorar aquella ola materializada con tinta roja en mis cuadernos solitarios de poeta universitario, no deseaba ser aquel vate, ni anónimo, ni conocido. No sé porqué ese año llevé a Chiclayo mi caja conteniendo ese material como conduciendo a un condenado al cadalso. Lo cierto es que como un toxicómano dije ¡No más! Abrí la caja tomé los cuadernos, introduciéndolos en una bolsa y se convirtieron en basura, basura que no quería volver a ver, leer, sentir y que nadie merecía. Surgió una firme determinación que no sé de dónde vino. Tomé un fósforo “Inti” empecé a expiar mi alma de aquella maldición heredada de lo desconocido , el fuego iba consumiendo los papeles y lloré tanto que mis lágrimas hubiesen sido suficientes para apagar aquella pira purificante que me insertaba en el modernismo del nuevo milenio.Era un hombre nuevo! Tomé el móvil y llamé a la primera yunta que sobreviviese a los embates chupísticos y orgiásticos del Año Nuevo; en el norte el calor y los concentrados preparados por adorables madres, esposas golpeadas o natachas paleteadas son los mejores levantamuertos luego de una bomba atómica. Contestó mi amigo, fuimos a la playa y encontramos a otros amigos. Ví chicas hermosas, simpáticas, buena gente y buenísima gente, ya sin importarme si a alguna de ellas le gustaba oir a Chopin o a “Los Ronish”, leer a Neruda o la Revista “Magaly”, la pendejada era el leivmotiv de aquella muchedumbre entregada a la naturaleza de Poseidón, Baco, las enseñanzas de Calígula, Los Borgia y Miguel Barraza para contar chistes. Importaba vivir el día, mirar un buen par de nalgas y tetas, tragar, meterse al agua, mear y tirarse un pedo de felicidad, más nada importaba. Uno de los amigos presentes en aquel paroxismo intentó balbucear, en su yo interior de borrachito feliz, una reflexión sobre el nuevo año, algunos empezaron reirse en su cara, otros lo miraban y finalmente su mejor pata le tiró la chela en la cara diciéndole deje de hablar huevadas para no cagar la reunión ante las carcajadas al unísono del grupo. Cuando el sol empezaba a hundirse en el océano y el día sucumbía a la penumbra me senté en la arena y ví una nube delgada en lo más alto, parecía una inmensa ceniza, en mi estado pensaba que eran mis escritos; de alguna forma quedé consolado porque estaban más cerca del cielo y del Parnaso que del infierno. Ha pasado cierto tiempo y hoy de alguna forma mi mano puede escribir, mas no atisba a dar forma a un poema, tal vez haya traicionado a esa Lira que aún amo y me ha castigado con la esterilidad del Hedonismo, tal vez no quiera saber más de mí por el autodestierro al que me condené ese primer día del año.